17.3.07

Los niños grandes y el reino perdido.


Ocurrió una tarde cuando salía del trabajo, cansado y frustrado por no haber terminado la tarea encargada y por tener que llevármela a casa. Mientras abría mi auto, metía adentro los papeles y me aflojaba la corbata, pasó por la vereda de enfrente una pandilla de niños en bicicleta que se dirigían al parque vecino. Los miré con tal cara de odio que después hasta tuve vergüenza. Si bien soy una persona a la que no le gustan los niños -a quienes en su generalidad considero seres absolutamente molestos-, la mirada de odio esta vez fue más bien mirada de envidia.

Ahí estaba yo, saliendo en libertad condicional de mis ocho horas diarias, y ellos, como si nada, con el viento en el rostro y el parque como meta, sin nada mejor para hacer que reír y dar vueltas. Me sentí tan amargo que tuve ganas de detenerlos y contarles lo que les esperaba dentro de 12 o 15 años. Pero imaginé que eso iba a ser todavía peor: ellos ni me iban a dar importancia y yo iba a quedar aún más amargado.

Entonces empecé a buscar actividades para despejar mi cabeza a mitad de semana y todas mis posibles compañías para tales actividades arrojaron un “no” por respuesta. Y todas las excusas tenían que ver con tareas inconclusas -situación similar a la mía- o con el cansancio. Esa tarde los detesté a todos, por convencerme aún más de que ya habíamos crecido.

Y esa noche, mientras sentado a la computadora trataba de completar mi trabajo, me pregunté dónde, en qué reino perdido, conquistado por qué terribles invasores, había quedado encerrado el niño que también antes se dirigía al parque vecino en su bicicleta, feliz, de cara al viento. Dónde fueron olvidados los piratas y barcos de plásticos, sus compañeros de aventuras. Dónde terminaron las pelotas de fútbol que tantas veces rompieron lámparas y vidrios del colegio. Dónde están ahora los dinosaurios baratos, los libros sencillos y repletos de ilustraciones, los lápices de colores, los videojuegos que algún día constituyeron un reto. Dónde quedaron, sobre todo, las tardes que uno podía pasarse tirado sobre una alfombra, sin hacer nada, con la cabeza en cualquier lado.

Fue en ese instante cuando quise escaparme. Sabía que, aunque gran parte del reino, del paraíso perdido hubiese sido conquistado por los invasores de la adultez, yo todavía podía encontrar un espacio de libertad. Tranquilamente guardé mi trabajo inconcluso y pensé que le diría a mi jefe que lo terminaría en la mañana. Si quería mandarme al diablo por eso, era libre de hacerlo, tampoco era tan importante. Y me dirigí feliz, casi con el viento en el rostro, hacia lo que quedaba de mi reino. Una carpeta en la pc con el título de “Escritos”. Esa noche escribí mucho, recorrí varios rincones de lo que me queda del paraíso. Y me hice la promesa de esforzarme por ser un día el rey indiscutible de aquellos parajes. De expulsar a los invasores foráneos y poner en vez de ellos a mis leales soldados.

Hoy ya no puedo recuperar a los piratas y dinosaurios de plástico, ni romper a pelotazos los vidrios del colegio. Pero puedo hacer que otros vivan en una hoja de papel mis aventuras perdidas. Y quizás, algún día pueda llevarlos a las más altas cimas de la consideración general y hallar el modo de que ellos, en retribución, me libren de esas pequeñas preocupaciones tales como ganar dinero. Reconquistar mi reino, mi vida, se convierte entonces en una meta por la que habré de trabajar lento pero seguro. No hay certeza de que lo lograré así como lo pretendo, pero al menos voy a morir peleando.

Saludos Felinos.

Acho.